Que no sea inmediatamente evidente no quiere decir que no exista una relación entre los cementerios y las carreteras. No me refiero a una relación material como “la carretera que lleva al cementerio”, sino mental, asociativa, sináptica. Al cementerio siempre hay un camino en la carretera.
Un accidente de tráfico es el paso estruendoso del acusativo al dativo, del “movimiento-hacia” al estatismo. Velocidad, ruido y tiempo detenido. Cuerpos en el suelo sobre un charco de sangre, pedazos de plástico, metal y cristal rotos y esparcidos, zapatos sin pies, tirados en el asfalto, viendo a quienes les rodean desde abajo, escuchando frases como “no te muevas”, “cómo te llamas”, “cuántos años tienes”, “cómo ha pasado todo”, “no te preocupes”, “tranquilízate”.
Anoche regresaba a casa de una fiesta. Lo había pasado bien haciendo lo que se suele hacer en las fiestas: conocer gente nueva, escuchar música, charlar, beber, bailar un poco. Volvía paseando y en el cruce de Gran Vía con San Bernardo dos motos se estrellaron y sus cuatro ocupantes quedaron tendidos en el suelo, inmóviles.
No elegí, simplemente me quedé junto a la chica que estaba más cerca. Le pregunté cómo se llamaba y si podía mover las piernas y los brazos. Sí. Intentó incorporarse y, al girarse, como en una película de terror, vi el lado de la cabeza que tenía contra el suelo: el ojo morado e hinchado tres veces su tamaño, la frente abultada, deformada, y la cabeza sangrando. Le pedí que no se moviera y yo tampoco me moví de su lado.
No somos útiles cuando madrugamos, cuando trabajamos, cuando producimos ganancias. Sólo somos útiles cuando nos quedamos al lado de quien está tendido, herido, dolorido, asustado, aterrorizado, sobreexpuesto, inerme, bloqueado, conmocionado, desorientado y conseguimos, con nuestra cercanía, que esa persona no se sienta más sola y más indefensa de lo que ya está, que no explote, que no rompa a llorar y a gritar, que no caiga presa del pánico. En esos momentos se produce una conexión entre una persona que cruzaba andando y una persona que iba en moto, entre la distinta velocidad de las cosas, entre dos personas que, de otro modo, seguramente no se habrían conocido jamás, dos personas que nunca se habían visto y que, sin embargo, ahora y durante algunos minutos, los que tarde en llegar la ambulancia, están indisolublemente unidas por el miedo. Los cuerpos de los hombres y de las mujeres son unos inmejorables transmisores del miedo, como los metales lo son de la electricidad. Su miedo pasó a mi cuerpo y yo lo sentí, no como mío -no tuve miedo-, sino que tuve su miedo.
Llegué a casa con la mano izquierda manchada de sangre. Con la derecha había cogido la mano de la chica y con la izquierda le estuve acariciando la parte ilesa de la cabeza, pasándola suavemente sobre su pelo, como cuando acariciamos a un niño o a alguien más mayor para tranquilizarlo y dormirlo, para que tome cuerpo lo que le queremos decir: estoy aquí contigo y no me voy a ir.
“¿Eres diestra? Pues entonces dame la izquierda”, me había dicho en la fiesta el quiromante que me leyó la mano. Yo, que tiendo a interpretar y a sobreinterpretar todo lo que me ocurre, supongo que con el anhelo de dar un sentido a la vida, precisamente porque es evidente que no lo tiene; yo, que tiendo a la ilación, a tejer los acontecimientos, a establecer nexos entre ellos para que tomen la forma de un todo, no puedo evitar pensar que, minutos antes de que en mi mano izquierda hubiera sangre ajena, alguien me había leído esa mano. Para cualquiera que no se dedique a la quiromancia, una mano sólo puede ser interpretada por su estado de conservación, por las marcas que va acumulando, por los gestos que hace, por las expresiones a las que acompaña y por poco más. Pero en esa mano, minutos después de ser tomada por el quiromante, se podía leer la información explícita que ofrece la sangre.
Así empezó otro 11 de junio. Me lavé las manos, me metí en la cama y, casi sin darme cuenta, me puse a llorar.
Tú crees que los quiro-amantes son capaces de leer las ampollas?
Alguien con deseo de permanecer en el economato se ha quemado la manito. ¿La derecha o la izquierda? ¿Cómo? ¿En la cocina? ¿Trabajando? ¿Jugando con fuego?
Esta mañana he entrado en el ascensor con los pendientes en la mano y cuando me los he ido a poner frente al espejo, me he dado cuenta de que olía igual que la chica del accidente. He intentado definir el olor, pero cuatro pisos no dan para que un ser adormilado y sorprendido afine tanto como para encontrar los adjetivos.