Vivía en una casa extraña tanto por su distribución, su desorden y sus colores estridentes, como por sus habitantes. Yo no conectaba con ellos en absoluto, pero vivía allí y no había otra. En un momento dado alguien me miraba las manos y me decía algo así como: «Esas venas tienen muy mal aspecto, deberías echarles un ojo». A pesar de no sentir ninguna afinidad con ellos, les creía. Por lo general, siempre he confiado en la palabra de quien me hablaba. La arteria que cruza la mano desde el hueso de la muñeca hasta ramificarse a ambos lados de la base del dedo anular estaba hinchada, el tubo cilíndrico de tejido había aumentado su anchura, pero no de manera informe, sino que se había duplicado. Y el color. No se veía azul como en la realidad ni roja como en los cuentos, sino que era de un rosa eléctrico, como si lo que circulara por ella no fuera ya sangre. Y el dolor. Me dolía según esa modalidad de dolor que es la presión. Como la presión que se siente en el pecho trepando verde por la garganta como una enredadera en los días de angustia, como la presión que se siente en la zona del reloj antes de un infarto. Pero no sentía miedo, morirme no me preocupaba, era casi un alivio.
Ante el nudo gordiano, la solución alejandrina: si no puede desenredarlo, córtelo.
Ya sé qué enredadera dices.
Claro, tanto regarla…
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