La noche del sábado fui a ver A single man (Un hombre soltero) y la tarde del domingo Mi querida señorita. Si bien ambas películas distan casi 40 años (1971-2010), el hecho de haberlas visto tan seguidas ha hecho que vinieran a mi mente flechas que las unían como en el cole enlazábamos los elementos de dos conjuntos: siempre había elementos que se quedaban sin pareja, pero también siempre había alguna pareja. De ambas películas salí con un cuerpo parecido, una mezcla de disfrute, tristeza, rabia y desesperación.
Entre el numerosísimo público de la filmoteca, Mi querida señorita ha despertado risas y, al final, aplausos (esto sólo pasa en Madrid, que la gente aplaude a los actores y directores de cine como si estuvieran presentes). Yo no he podido dejar de pensar que una existencia así no hay quien la aguante 43 años (aunque esto no ha impedido, obviamente, que en ocasiones yo también riera). Pero como tras tanta desventura se fragua una pareja, se considera que la peli tiene un final feliz. También tiene una hipoteca y más cosas horribles, pero eso parece no contar para el cómputo.
Ocurre muchas veces que oímos eso de “es que acaba tan mal…” porque el protagonista se muere y tenemos ganas de replicar “pues como todos, oiga”. A single man no acaba mal, sino que empieza mal, por lo que ya desde el inicio intuimos que todo lo demás va a ser, o bien más de lo mismo, o bien una mejora respecto al comienzo. Es triste reducir las historias a su final, triste e injusto con las propias historias y con las personas que las protagonizan.
Como título “Un hombre soltero” me parece inmejorable, es imposible resumir mejor en sólo tres palabras todo lo que significa en los años sesenta ser un hombre gay y ya maduro en determinados ambientes, ¿cómo es posible que un hombre tan inteligente, tan atractivo, con un trabajo tan reconocido socialmente y con una vida material tan resuelta no esté casado?
Lo que más me interesa de ambas películas es que sus respectivos protagonistas han tenido que matar una parte de sí, y no una parte cualquiera, sino una fundamental, la que tiene que ver con los afectos. Como le dice el profesor Falconer a uno de sus colegas de la universidad, “yo no quiero vivir en un mundo sin sentimientos”, mientras contempla los torsos desnudos de los jóvenes jugadores de tenis como contempla el esplendor azul pastel de su pequeña vecina o como se embelesa con la mirada directa y amistosa de su alumno con jersey de angora.
El profesor Falconer afirma en su clase de literatura que una minoría no se constituye únicamente por ser numéricamente inferior, sino porque es considerada una amenaza por la mayoría. Porque el mundo lo construyen los temores. Es el temor el que da forma al mundo, el que define los grupos de poder, los amigos, los socios, los colegas, los enemigos, las fronteras… el que llena los telediarios de noticias, el que da sentido a la intolerancia, a la falta de respeto, a la industria armamentística, al ministerio de defensa, al servicio militar, a la idea de hombría y de valentía, a las empresas farmacéuticas, a las guerras, a todas las religiones… Las personas que no tienen miedo no se pasan las horas advirtiendo sobre numerosas e inminentes amenazas ni se gastan su dinero en construir un búnker y llenarlo de latas de comida y bebida y medicinas ni llevan armas encima para defenderse ni tratan a los demás con desconfianza ni programan su futuro en función de los índices del mercado. Las personas que no tienen miedo bailan como si nadie las estuviera mirando y como si todos las estuvieran mirando. El profesor Falconer vive en una casa de cristal porque no tiene esos miedos. Pero le aterra que todos los días sean exactamente iguales entre sí, el eterno retorno de lo mismo. Por eso toma la decisión de hacer que el día de hoy sea distinto a todos los días de los últimos ocho meses, a todos los días que han pasado desde que Jim se mató en un accidente de coche. Y lo será, pero por motivos que él desconoce. O porque como él mismo se dice, todo lo que tiene que ocurrir, ocurre.
Lo que ambas películas me han ayudado a diagnosticar, eso que hace que ahora esté escribiendo, es que cuando digo “mis miedos” quizá esté diciendo “todo lo que en mí está muerto”. Y es que todas y cada una de las personas a las que amamos y a las que, sin embargo, -o precisamente por eso-, somos totalmente incapaces de acercarnos por miedo, son los cadáveres con los que, inexorablemente, cargamos las noches de sábado, las tardes de domingo, las mañanas de lunes y todos y cada uno de los días que nos resten de vida.
Gracias por recordarme esas películas y ahorrarme tantas horas de reflexión extrañamente coincidente… Madre mía, además en el cine Doré, el escenario de…
En fin, existe una palabra para describir eso, si nos ajustamos estrictamente a su etimología: simpatía, sympatheia.
Recientemente he leído tres intrigantes papers sobre cómo nos modifica la mirada, la mirada hacia los demás, la mirada del cine, la mirada del eros, la mirada que significa hacer una vida.
Y tal vez la conclusión… puede ser que sea la misma: que morir es un verbo intransitivo.
Me gustaría mucho encontrar los rastros de estos papers y mi propia intución en el arte y pensamiento que otras personas han dejado en la historia. Pero ya hace demasiado que dejé de ser una persona leída y de letras.
Ese cadáver también lo llevo los sábados por la noche.
¿Has vivivdo en Madrid alguna vez o sólo pasas por la capi a visitar a los mesetarios?
Mi abuela diría “una persona leída y escribida” y lo que dice mi abuela va a misa.
¿Qué tal va el ánimo?
Pues en la capi tengo a mi hermano, pero por supuesto lo de visitar mesetarios ha sido siempre una prioridad.
Mira, curiosamente tengo una reunión en Bilbao este sábado y mañana tomo un avión para Santander. Los alojamientos en Bilbao están imposibles, de modo que haré al menos una noche al lado del sardinero. Te lo digo porque si conoces bien aquello, tal vez me puedas hacer alguna recomendación.
Y yo jamás osaría contradecir a una matriarca, de modo que leída y escribida soy y así me quedo. Y de ánimos… va por días, pero sopla un vientecillo muy agradable, gracias.
Si te quedas en el Sardinero, hay un bar-restaurante donde ponen buenas rabas, se llama La Cañía y está en la calle Joaquín Costa, 28.
Frente al Casino, en línea de playa, hay un pub muy pijo pero muy chulo para tomar una copa mientras contemplas el mar, se llama BNS (Buenas Noches Santander). Si no hay ninguna boda estará tranquilo, de lo contrario, a aguantar.
Si no estás perezoso y tienes tiempo, bájate hasta Puerto Chico. Allí, en una calle paralela al mar llamada Peña Herbosa, en el número 5, está el mesón Fuente Dé. Lo lleva una familia muy maja y tienen una comida riquísima y baratísima (por eso nunca les falta gente). Lo mejor es la cecina el queso picón, las albóndigas con patatas fritas caseras, el té del puerto… en general todo está de rechupete. Si vas un jueves, a la hora de la comida hay cocido lebaniego.
De alojamientos no piloto nada, es lo que tiene tener allí a la familia con casas con camas y demás.
Que tengas un buen viaje y ya me contarás a la vuelta.
Vaya… parece que te manejas bien por la zona. Tomo buena nota de tus recomendaciones y ten contaré.
Saludos
Pues para ser de Santander y haber vivido allí los primeros 18 años de mi vida, no me manejo tan bien como debiera.
Qué bueno.
Las polillas se precipitan a hacerle el boca a boca a sus miedos, la luz, la momia embalsamada en su túnica de oro de las muchachas en flor.
Eso era escritura automática sugerida por esta entrada tan buena.
Pues con el asco que me dan las polillas, como se me metan en la boca en lugar de resucitar voy a morir.
Lo de la momia proustiana en cambio no me da miedito.
¿Por qué este post ha despertado su automatismo?, preguntó ella.